Hay momentos en la vida en los cuales sentimos que estamos en medio de una tormenta, los sucesos nos golpean como olas embravecidas. Esto nos provoca ansiedad, y empezamos a diseñar estrategias y situaciones posibles para resolver lo que muchas veces se torna imposible. Y en ocasiones aun esas estrategias fallan y nos desesperamos.

No podemos hacer nada y entonces… solo entonces, surge el clamor desde el fondo de nuestro ser, un clamor sincero, con el corazón abierto y rogando: “Dios, ayúdame por favor”. Estos son los momentos en que nos damos cuenta de que necesitamos a Dios, necesitamos creer que Él está atento a nuestra necesidad.

Estos días recordé la historia de Pablo, cuando él era trasladado prisionero en barco y, encontrándose en medio de una tormenta por varios días, todo llevaba a parecer que iban a sucumbir, a perder sus vidas, el apóstol y todo el pasaje. Esto se relata en Hechos capítulo 27.

 En el versículo 15 se nos cuenta: “ El barco quedó atrapado por la tempestad y no podía hacerle frente al viento, así que nos dejamos llevar a la deriva”.

La historia tiene muchos matices interesantes, pero este versículo me impactó, sobre todo en un tiempo en el que nos sentimos en un compás de espera. Y no podemos hacer nada más que esperar que transcurra. No sabemos el final de nuestra historia, es imprecisa, escuchamos opiniones, vaticinios, vemos ejemplos, estadísticas, pero…Nada es seguro.

Enseñanzas de este relato

¿Qué ocurrió en esta historia de Pablo? Nos cuenta el versículo 20: Como pasaron muchos días sin que aparecieran ni el sol ni las estrellas, y la tempestad seguía arreciando, perdimos al fin toda esperanza de salvarnos”.

Pablo, para entonces, como apóstol de Dios, y habiendo un propósito para su vida que lo conducía a ese destino particular, recibió la revelación de que ninguna vida se perdería, y así fue. Navegando a la deriva, sin poder saber hacia dónde se acercaba el barco, finalmente llegaron a una isla, se despedazó esa nave al tocar la costa, pero ninguno murió. El mismo Dios llevó a puerto a ese barco, no estaba a la deriva como suponían, Él tenía el timón y lo dirigía a destino.

Qué podemos extraer de esta historia, en qué nos puede servir hoy, ante las circunstancias difíciles, en las cuales no tenemos clara la salida ni la estrategia a seguir, cuando nuestro barco parece estar a la deriva.

Podemos esperar en el Señor, que está al mando, nuestro capitán, nuestro timonel, nuestro Dios. Él controla el viento, las olas, las circunstancias que nos rodean y nos lleva a buen puerto.

Sigue el relato y nos muestra a Pablo proclamando el Reino de Dios, llevando las buenas nuevas de salvación al continente europeo, al mundo conocido para entonces.

Si somos hijos de Dios, tenemos para nosotros un propósito del cielo disponible, y abrazarlo nos llevará a la meta, sabiendo que nuestro viaje es seguro, pues lo dirige nuestro Padre.

Él traza la ruta, el destino está asegurado, nos prometió la vida eterna junto a Él. 

Cada puerto al que arribamos es un reto a nuestra fe la cual debe ser fortalecida. Cuando nos sentimos a la deriva, y el barco se destruye por las olas, en tierra firme nos esperan bendiciones nuevas, solo avancemos, el Dios de las tormentas tiene el control.

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