Al pensar en ídolos se nos vienen a la mente imágenes de estatuas o diferentes dioses, pero no nos damos cuenta de que nosotros también levantamos pequeños ídolos en nuestros corazones.

Como seres humanos estamos acostumbrados a amar muchas cosas. Amamos a nuestras familias, nuestro trabajo, nuestro país; o cosas como el fútbol, el asado, el mate y la música. Amamos muchas cosas y no hay nada de malo en esto. Sin embargo, muchas veces amamos más a estas cosas que a Dios y lo hacemos sin darnos cuenta, levantando así ídolos del corazón.

Jesús nunca nos demandó perfección, pero sí que lo amemos con todo nuestro ser, porque nuestro corazón tiende a levantar ídolos muy rápidamente, y donde nuestro corazón esté allí estará nuestro tiempo, nuestra pasión, nuestros pensamientos y nuestra vida entera.

Podemos hacer cosas espirituales, sin ser espirituales. Podemos ir a la iglesia, sin ser la iglesia. Es posible que hablemos a otros del amor de Dios sin sentir amor por ellos. Esto pasó con los fariseos: ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos, hipócritas que son semejantes a sepulcros blanqueados! Por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia (Mateo 23:27).

Los fariseos eran exteriormente perfectos pero sus corazones estaban llenos de ídolos. La idolatría puede ser muy visible en nuestras vidas, pero también puede ser tan leve que resulte imperceptible; es por esto que me hago siempre la misma pregunta: ¿Qué amo? ¿Cual es el deseo de mi corazón?

El rey David entendió esto cuando dijo: Examíname, oh, Señor, y pruébame; escudriña mi mente y mi corazón, Salmo 26:2.

En el Nuevo Testamento vemos que se nos ordena “huir” de tres cosas: huir del amor al dinero, de la inmoralidad sexual y de la idolatría.

Por tanto, amados míos, huyan de la idolatría, 1 Corintios 10:14.

¿Por que de la idolatría? Aquí no se refería a adorar a otros dioses literalmente, sino a dedicarle excesivo tiempo y energía a esas pequeñas cosas que sustituyen el primer lugar de Dios en nuestros corazones. Jesús nunca estuvo muy interesado en las obras externas sino en las intenciones del corazón. Porque es ahí donde decidimos a quién amamos y en quién confiamos.

Oigan y entiendan: No es lo que entra en la boca lo que contamina al hombre; sino lo que sale de la boca, eso es lo que contamina al hombre, Mateo 15:11.

Esto nos lleva a hacernos las siguientes preguntas: ¿Por qué voy a la iglesia? ¿Por qué predico a otros? ¿Por qué sirvo en este ministerio? ¿Por qué quiero o anhelo esto? ¿Cuál es realmente el deseo de nuestro corazón? Al ser capaces de cuestionarnos a nosotros mismos, nos damos cuenta de que debemos juzgar menos a las personas que exteriormente cometen pecados, porque muchas veces nosotros interiormente lo estamos haciendo.

Esto nos enseña cuán grande y hermoso es el amor del Padre por nosotros, pues cuando en algunos momentos nuestras intenciones fueron erróneas, Él nos siguió amando y acercándose a nosotros.

¿Qué amas?